"Ocho años". Es la respuesta que tengo que pensar durante
dos segundos cuando me preguntan por mis pequeños, ya no tan pequeños.
Ocho años, son los que acaban de cumplir este mes. 2.922 días, 2922 noches, y contando. No es una pregunta difícil, pero ahí interviene una especie de Teoría de la Relatividad como la de Einstein, y ya se complica todo. Y entonces piensas que era verdad, que el tiempo corre a distintas velocidades según quién cuenta las fechas, las vueltas alrededor del Sol y tenga que contestar.
"–¿Qué edad tienen tus hijos?". Y
dos segundos después: "
–Ocho años. Ochos años ya".
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Pasaron las operaciones pañal, las primeras palabras, los primeros
tequieromuchopapi, la talla 26, los terribles dos años, los no menos terribles tres. Todo siempre
por duplicado. Las noches de colecho forzoso, los primeros dientes de leche, los primeros
rockanroles, los primeros cuentos sin dibujos... Y yo tengo que pensar
dos segundos para caer en la cuenta de que acaban de cumplir
ocho años. Me resisto a escribir
ocho añitos, en mi cabeza siguen pareciendo pequeños. Pero cuando pienso en lo que les ha dado tiempo a vivir, a aprender y a alcanzar en esos millones de kilómetros viajando alrededor del Sol, me golpea la realidad. Se me desmorona mi
síndrome de Peter Pan.
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Ocho años creciendo juntos, aprendiendo juntos, cuidándonos, queriéndonos, disfrutándonos y viviéndonos. Hace no mucho, pensaba que con el paso del tiempo, cuando fueran creciendo, me harían
mayor. Pero está siendo todo lo contrario. En muchas cosas –las importantes en el fondo– han conseguido rejuvenecerme. Me sacan el
#PapáÑoño que llevo dentro. Me han hecho
volver a jugar, volver a montar
Legos y a comer helados a cualquier hora. Me han hecho volver a
leer cuentos, a ver de nuevo películas de mi
infancia, a
dibujar. Me han hecho volver a disfrutar de las cosas simples de la vida, de
la simpleza de la felicidad, de
la felicidad de la simpleza. Son mi
Campanilla, y de nuevo mi
Peter Pan sonríe.
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Como cada año, cuando llega diciembre tenemos la agenda bastante apretada. Todo un fin de semana de celebraciones; primero junto a la
familia en la
Academia-Jedi, y luego con
los amigos del cole pasando el día en una
granja escuela a la que solemos acudir desde que eran pequeños y dónde los han visto crecer. Allí han tenido actividades, han hecho sus propias pizzas y han alimentado a los animales. No paraban de sonreír y de disfrutar, como siempre. Da lo mismo que fuera cumpliendo sus ocho años que cuando cumplieron cuatro. No me imagino mejor cumple. Y me sigue pareciendo poco.
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"–¿Y el cumple de Papi?".
El cumple de Papi es poco después, en unos días. El 24 de diciembre. Pero ya ni es importante, y menos para Papi. Es sólo una excusa más para celebrar con ellos. Incluso aquella vergüenza que todos sufrimos en la ceremonia de soplar las velas
se esfuma. Ahora ni lo pienso. Es como si compartiera el momento, las velas, el
cumpleañosfeliz y la tarta con ellos, y ellos compartieran conmigo la ilusión y la magia. Yo no tengo ni que soplar las velas,
Ana y Javier las soplan conmigo, por mí. Otra de las maravillas de volver a sentirse como un niño, gracias a ellos:
cumplir 39+8 años. Treinta y nueve más ocho vueltas alrededor del Sol, un
Peter Pan con canas y dos Campanillas. Ese precisamente es su regalo para Papi, y
el Centro del Universo vuelve a estar donde debe.
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Felices ocho, Javi, Ana.
Feliz vida. Os quiero.
¡Que la Fuerza os acompañe!
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¡El cumpleaños fue increíble! Y qué mejor manera de celebrar que regalando algo simbólico, como joyas, para guardar esos recuerdos especiales. ¡Un detalle único que siempre traerá buenos momentos a la mente!
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